No llevo demasiado tiempo viviendo en Asia, sin embargo el tema de la morriña es un asunto que tengo casi absolutamente superado: siento Taiwán tan mío que a veces no me acuerdo de donde vengo realmente. El otro día, sin ir más lejos, vi una foto de un plato de callos e inmediatamente asumí que se trataba de un hot pot de kimchi coreano. Vivo inmersa en mi sueño asiático todo el año hasta que llega junio.
Y no es de extrañar que las ganas de volver a mi tierra natal se multipliquen en estas fechas: las redes sociales se encargan de ello con dosis diarias de fotos de cañitas acompañadas de vistas al mar, de playas, comidas familiares, mariscos, romerías, fiestas interminables, y todas esas cosas que transmiten ese saber vivir de los gallegos que contrasta abominablemente con la adoración a los estudios y el trabajo de Taiwán, un país que cuando llega el verano es aburrido donde los haya. Al dar con estas fotos me siento paulatinamente ansiosa y desmoralizada, recuerdo las noches estrelladas, el privilegio de estar a solas con la naturaleza, la frescura del aire, y mi mal humor se incrementa hasta puntos inimaginables. Es la crisis de la última semana de junio.
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